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Memorias de Nicolas Billaud-Varennes

 
El Por y el Contra, o Reflexiones morales y políticas sobre un pasaje de la Descripción de los Alpes, por M. BOURRIT.

M. Bourrit, ese pintor, tan célebre como estimables, de los Alpes y la naturaleza, en su interesante Descripción del encantador valle de Valorsine (1), para dar una idea más exacta de la moral cándida de sus habitantes, cuenta la anécdota siguiente:
«Un joven viajero, después de haber recorrido los Alpes de Suiza, montado en el Col de Balme, desciende y entra en la Valorsine, donde, perseguido por un tiempo de tormenta, encuentra en casa de uno de los habitantes de ese valle la franca hospitalidad. Una sobrina de diecisiete años gobernaba la casa; ella era un modelo de belleza, elegante en sus hábitos, elegante de estatura, dibujando las gracias en todos sus movimientos y ofreciendo rasgos a la griega, que la ingenuidad de su espíritu y la inocencia de su corazón embellecían más. Desde ese momento, bendijo la tormenta que lo había dirigido tan bien; los brillantes aspecto y la magnificencia de las montañas no fueron ante sus ojos más que bellezas segundarías. Eran las manos de esa interesante criatura con las que sus platos le eran preparados; era ella la que lo acompañaba en sus paseos, que la conducía sobre sus peñascos, que le tendía la mano para ayudarle a superar los pequeños precipicios, y que le introducía bajo la sobra de los bosques, cerca de fuentes y ruiseñores. Allá, sentados, un libro a la mano, él se embriagaba con sentimientos delicioso, y amaba hacerlos germinar y hacer eclosión en ese joven corazón.
Gravado de Bourrit que no tiene nada que ver con el texto en cuestión.
Admirar tanta perfección, placerse en entremezclar las flores con los bellos y largos cabellos, eran juegos inocentes. Pero si se recuerda la observación de M. el presidente Tacher, sobre la habilidad voluptuosa de las valorsinas, uno convendrá que todo concurría para emproblemar los sentidos del extranjero, a quitarle la razón. Él iba a perderse y perder por siempre la inocencia misma, mientras que el aspecto severo de las montañas, que no habían nunca sido las testigos de una acción maliciosa, le recordaban a él mismo: «No, exclamaba, ¡no! ¡Esos lugares no han sido hechos para el crimen! No serán testigos de la perfidia, y la más negra traición no será recompensa para la honesta y confiada hospitalidad». Al mismo momento se ocultaba de los peligros de la situación.

Tal es la influencia de las montañas, los corazones se purifican y las ideas toman energía; y tales que, en nuestras llanuras, no enrojecen ciertas acciones que aquí el solo pensamiento detesta; uno se hace más honesto más delicado, más generoso, más fuerte para resistir las tentaciones voluptuosas. ¿Quién sabe incluso si no es a esas sensaciones de virtud a las que el hombre debe el placer que degusta a elevarse? ¿Quién sabe si ese placer no se le fue dado para que siente, una vez en su vida, los anticipos de los gozos celestes a los que está destinado? ¡Que se me permita todavía dos reflexiones!

Ese extranjero, sucumbiendo a los deseos culpables, ¿habría podido contemplar el bello espectáculo de las montañas, la pureza del cielo, la multitud de fuegos de la noche que proclaman altamente la grandeza, el poder infinito del Ser que los crea, la prudencia que le da las leyes; su alma degradada, mancillada, habría ella sido digna de pensamientos nobles, y su crimen no lo habría seguido por todas partes? ¡Que remordimiento, que recuerdos desgarradores al pensamiento de haber hecho mal a un ser inocente y débil! La huida lo hubiera sustraído de los reproches de su consciencia, la idea del deshonor; mientras que años después de ese evento, él regresa a Valorsine, ¿hubiera podido disfrutar de la tierna recepción que le hizo esa interesante belleza, vuelta esposa y madre? ¿Hubiera podido disfrutar del conmovedor recuerdo de los días pasados en la inocencia y la paz?»

Estas reflexiones de M. Bourrit, sobre la admirable conducta de ese joven viajero, desertando por principio de honor el bello y feliz valle de Valorsine, son llenos de sentido y de justicia, aplicándolos a la incoherencia sí inconsecuente de nuestra moral y nuestra opinión, con la pureza y la rectitud de los sentimientos de la naturaleza. Pero regresemos a los benignos impulsos que ella ha gravado en nuestras almas para asegurar nuestro bienestar sobre la tierra: desde entonces solo se puede gemir al ver a un joven hombre, perfectamente organizado en su disfrute, renunciar a ellos sin embargo, solamente por eso las ilusiones de los hombres degenerados han fascinado ya su parecer poco experimentado. ¡Oh, prestigio tan funesto de la vanidad y de la ambición! ¿Cuál es pues vuestro deplorable imperio en el momento que, hasta a los corazones más honestos, os los lleváis con la atracción más poderosa de la sensibilidad? Sin duda es admirable ese esfuerzo sobre sí mismo de una generosidad muy rara, y es en el aplauso que se exclama con amargura:

«Joven hombre, ¡quemas por una belleza virtuosa y huyes! ¿A dónde vas? — a buscar la prosperidad y la felicidad? — ¡Ciego infortunado! ¡consistes en tu retirada y la abandonas! ¿Para correr detrás de qué? ¡A la persecución de su vano simulacro!... ¡Ah! ¿De qué te sirve haber, en la primera embriaguez de la emoción, bendito miles y miles de veces la tormenta próspera que condujo tus pasos positivamente a dónde tu corazón delicado debía saturarse como nunca en un mar de delicias? ¿Quién sabe si esa borrasca benefactora, que tú has tomado como un simple efecto de las variaciones fortuitas de las atmósfera, no haya tenido una dirección secreta del cielo, para meter tu virtud en el sendero estrecho de su verdadero refugio? Ya que, sin admitir el dogma absurdo de una única predestinación, ni el sistema irreflexivo de una fatalidad parcial y bárbara que son el uno y el otro, no menos injuriosa para la divinidad, que evidentemente desmientes por la existencia formal del libre albedrío, del que la hipótesis de esas dos ridículas ideas devendrá la aniquilación, crees tú nada menos, buen joven hombre, que el ordenador supremo, a pesar de su altura inconmensurable, permanece absolutamente indiferente a lo que pasa en la tierra, aunque ella sea uno de los más pequeños globos sometidos a sus leyes, y que se ve tan majestuosamente diseminados en la inmensidad infinita de los espacios etéreos? Entre nosotros mismos que estamos relegados en una esfera tan distante de sus órbitas de las que a penas podemos ver el número más pequeño, sin embargo, ¿cuántos esfuerzos y ensayos de pura curiosidad no ejerce nuestra inteligencia y nuestra industria para hacernos capaces de descubrir la mayor porción de esa cantidad incalculable de astros, de seguir su marcha diversa, de especular su diferente distancia; de profundizar en una palabra en todos los puntos del sistema planetario, a la vez tan complicado y tan simple? ¿De dónde viene semejante emulación, cuando parece no presentar ningún interés directo y provechoso? Es que Dios no pudiendo mostrarse a nuestros órganos demasiado groseros y frágiles sin destruir por la pulverizante reverberación de la que su inexpresable majestad a querido, a fin de llevar más decididamente nuestra atención y nuestros pensamientos hacia él, que el velo que lo intercepta indique por el tono resplandeciente de luz del que parece estar tejido, que esa luz accidental y sorprendente surgida del maestro que esconde es por sí misma deslumbrante más allá de toda idea. Tales son al menos las únicas nociones sentidas que el hombre, dotado de la más vasta penetración, pueda formarse del soberano celeste del universo; y todo presuntuoso que, pretendiendo ir más lejos, procurará concebir plenamente y de definir positivamente la divinidad, no puede faltar el caer infaliblemente en el antropomorfismo, y extraviarse en las divagaciones extravagantes de la antropología, lo que es en efecto el vicio radical de todos los cultos. Razón también, por qué los filósofos, repudiándola, se dijeron:
Pensemos como Zenon, vivamos como Sócrates;
Y muramos, sin temor, sobre esta tierra ingrata.
Así que no hay de qué sorprenderse, pues el resplandor del firmamento, que no cesa de relumbrar en medio de las tinieblas, despliega un espectáculo tan maravilloso que, por más inepto que uno sea, él atrae y fija las mirada de cada uno. Porque, para acabar de cumplir las intenciones divinas, es posible detenerse un instante en esa encantadora anamorfosis sin admirar el arte incomprensible de la mano invisible que, teniendo suspendido, por una ponderación magnética, el conjunto de masas luminosas, los hace mover y rodar en armonía tan justamente combinada que su curso, su declinación, su apogeo, no acarrean choques, ni fricciones, ni confusión? Igual, infeliz a quienquiera que, después de haber examinado ese magnífico e inconcebible cuadro, no quede íntimamente convencido de esa verdad, igualmente palpable como instructiva, preferida y cantada a con el título de alabanza por profeta-rey: Cœli enarrant, etc.

De un dios regulador el resplandor nos deslumbra
el único aspecto del cielo lo atestigua día y noche

Pero tú, digno joven hombre, ya dotado con la castidad de un anciano, tú que desvelas intenciones demasiado derechas para ser ateo, ¡que daño si fueras imprudentemente a exponer tu virtud a los peligros más inminentes, más corruptores, que peligro que piensas evitar! Venga, soy incapaz de frustrarte, es tu inexperiencia la causa de tu error, y padece que mis consejos saludables consigan llevarte completamente a la razón».

Prosigo pues, y, retomando el hijo de mis ideas, digo: en vano la tierra parece, a la debilidad y a las señales cortas de nuestros sentidos, de una capacidad enorme. Delante de todo poder de la divinidad, nuestro planeta se reduce a menos que un grano de arena.

Por consecuencia, el hombre soberbio tiene belleza que pisotear orgullosamente, ese gusano rastrero, en presencia del soberano inexplicable de todas las cosas, parece menos que un insecto, mucho menos que un átomo.

No obstante, ese ser tan frágil y tan limitado se hace grande, sublime por el desarrollo de su genio y sobretodo por el ejercicio de la razón, cua unión tan sabiamente combinada lo eleva sin medida, a pesar de la estrechez física del individuo, privilegiado en la case animal, de quienes esos dos inapreciables atributos componen la propiedad. Puesto es la excelencia de esa prerrogativa, que, en su perfecta concreción, le permite planear hasta lo más alto de los cielos, partamos ahora de esa observación incontestable, y digo yo, joven extranjero, si no es completamente evidente que los ojos abiertos todo el tiempo de ese dios observador abarcan a cada minuto hasta los espacios inimaginados, no fue eso que para segurar la marcha de sus operaciones, del resultado de sus obras, y del uso de sus inmensas liberalidades, así que debe particularmente fijar aquí abajo una mirada tan basta, tan universal, tan atenta, tan penetrante, que el más negro de los abismos tienen para ella la diafanidad fosfórica del cristal: si ese no es el objeto de una predilección notoria de la que está colmado el hombre, la obra maestra de los seres organizados, puesto que solo él es susceptible a concebir y apreciar las maravillas de la naturaleza, no devenga por lo tanto digno de esa preferencia que tanto que la exactitud...
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(1) El valle de Valorsine está situado a 800 metros por encima de Chamonix; su entrada se encuentra cara a la villa de Argentière.
(2) Description des cols ou passagres des Alpas, por Bourrit — Génoma, 1803, año XI, 2 volúmenes en-8º; páginas 205 a 208 del 1er tomo.