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CAPÍTULO III

Idea general de estar memorias.—Robespierre en París.—Se hospeda en la rue Saintonge, con un amigo.—Vínculo de amistad con Pétion.—Entrevista de Robespierre y de Pétion.—Su conversación respecto a los eventos del 2 al 3 de septiembre.—Relación de Robespierre con M. y madame Roland.—Conoce a los Duplay, y se pensiona en su casa.—Quejas de Charlotte Robespierre contra madame Duplay.—Regreso de Maximilien a Arrás.—Magnífica recepción.—Regresa a París.—Es elegido miembro de la Comuna insurrecional del 10 de agosto, y más tarde, miembro de la convención nacional, al igual que su hermano menor.—Refutación de una nota de madame de Genlis.


Aquellos que leerán la historia con atención y sin parcialidad verán que jamás mi hermano Maximilien se ha desviado un solo instante de sus principios; tal como se mostró al comienzo de su carrera política, tal es como se mostró hasta su último suspiro. Mientras que todo el mundo cambiaba al rededor de él, solo él permaneció inquebrantable en sus convicciones. Le Moniteur hace la evidencia, todos sus discursos están ahí.

No lo he visto durante toda la duración de la Asamblea constituyente. Me estaba quedando en Arrás donde nuestro hermano menor ejercía, como su mayor, la profesión de abogado. Nos escribíamos de seguido, y me daba en sus cartas los testimonios de la más viva amistad. «Vosotros sois lo que más amo después de la patria», me decía.

A pesar de que mi alejamiento de él me evitaba conocer los detalles de su vida privada, nada de importancia le ocurrió que yo no haya sabido. Donde más bien, su vida privada era tan regular, tan simple, sus hábitos eran tan uniformes, que, en el momento en el que se lanzó a la política, todas sus acciones fuera del dominio de la historia, fueron de importancia mediocre. Hubiera tenido pues, muy pocas cosas para decir.

Maximilien Robespierre salía de la línea común de los hombres célebres. Si uno quiere escribir memorias sobre un Mirabeau, sobre un Barras, etc., uno tiene millones de intrigas que reportar, no terminaría nunca, se amontonarían volúmenes sobre volúmenes, es una masa confusa; cada evento marcha acompañado por detalles sin número. Mas en la vida de un hombre como Robespierre, todo se explica, todo se desarrolla simplemente y sin esfuerzos. Su vida privada no era que un reflejo de su vida pública. Nada de intrigas, ninguna complicación de detalles. Es en su interior como es en los bancos de la Constituyente y de la Convención; es una escena que no tiene ni telón, ni entre bastidores, y donde los actores se visten y se desvisten en presencia de los espectadores.

Aquellos pues, que esperan revelaciones de mi parte sobre los actos de mi hermano Maximilien estarán muy equivocados en sus intenciones. ¿Qué podría decir yo? Él pensaba en voz alta en la tribuna de las dos asambleas en las que fue miembro sucesivamente; y lo que no decía en la tribuna de la Constituyente o de la Convención, lo decía en la de los Jacobinos; lo que no decía verbalmente, lo escribía y lo publicaba. Es así como hizo aparecer en 1792 un diario titulado el Defensor de la Constitución, donde que ha depositado los frutos de sus largas meditaciones.

Cuando la Asamblea constituyente se trasfirió de Versalles a París, después de los eventos del 5 y 6 de octubre, Maximilien compartió con un joven amigo que amaba mucho, un apartamento muy modesto en la rue Saintonge, en el Marais. Ese joven hombre tenía ocupaciones que le obligaban a salir muy temprano en la mañana, y que lo retenían hasta muy tarde, por lo que mi hermano y él pasaban varios días sin verse. Su menaje era el de dos niños que no estaban nunca en casa y que comían en los restaurantes. Maximilien asistía asiduamente a las sesiones de la Constituyente y a la sociedad de los Jacobinos, a la que se le llamaba sociedad de los amigos de la Constitución. Se permitía el placer de ver espectáculos, pero raramente.


Mi hermano mayor se relacionó con varios de sus colegas de la Asamblea. Aquel con el que fue más unido fue Pétion, que tenía entonces una popularidad igual a la suya. Eran los jefes de la oposición republicana que se había formado en la Constituyente, y combatía por la causa del pueblo, como dos émulos generosos que buscaban superarse entre sí en nobleza. La opinión publica que los asociaba en su estima los llamó a las dos primeras magistraturas de París; Pétion fue elegido alcalde y Maximilien, acusador público. Después de esto, la amistad de Pétion por mi hermano se enfrió singularmente. Ese cargo alto de alcalde de París, esos honores que lo rodearon y que quizás desarrollaron el germen de una ambición que en un principio había ignorado, le dieron la vuelta a su cabeza y le hicieron abandonar la linea de conducta que había seguido desde del comienzo de la revolución. Las relaciones que sus funciones de alcalde lo pusieron incluso al nivel la corte, lo arruinaron al punto de desconocer a sus antiguos amigos.

Algunos días después de los eventos del 2 y el 3 de septiembre, Pétion fue a ver a mi hermano. Maximilien había desaprobado la masacre de las prisiones, y hubiera querido que cada prisionero fueran enviado ante los jueces elegidos por el pueblo. Pétion y Robespierre conversaron sobre los últimos eventos. Yo estaba presente en su entrevista, y escuchaba a mi hermano reprochar a Pétion por no haber impuesto su autoridad para detener los deplorables excesos del 2 y el 3. Pétion parecía afectado por este reproche, y respondió secamente: Todo lo que podría deciros, es que no había poder humano que hubiera podido detenerlos. Se levantó unos momentos después, salió, y no regresó jamás. Toda especie de relaciones cesaron a partir de ese día, entre él y mi hermano. Ellos no se volvieron a ver más, solo en la Convención, donde Pétion se sentaba con los Girondinos, y mi hermano en la Montaña.

Maximilien contaba entre los conocidos que hizo durante la Constituyente, a M. y Madame Roland. Esta última, luego de la entrada de su marido al ministerio, ejerció el patriotismo, e incluso pasó por una ardiente republicana. Ella recibía en su casa a los hombres más avanzados de la época, y discutía con ellos sobre todas las cuestiones que estaban a la orden del día. Mi hermano visitaba de vez en cuando esas reuniones. Ella lo recibía con una deferencia particular, debido a su popularidad, y fingía hacia él una amistad que se desmintió completamente uno o dos años después.

Ella se retiró con su marido, en el año 1791, al departamento de Rhône-et-Loire, en el que tenía una propiedad. En esa residencia escribió un carta que poseo aún, en la que le dirigía elogios sobre su conducta en el seno del cuerpo legislativo, y donde ella hacía alarde de los sentimientos patrióticos más puros. Si la autora de esta carta era sincera, se debería proclamarle la más virtuosa de las ciudadanas (1)

Voy a mostrar textualmente la carta para poner al lector mismo a juzgar los principios que madame Roland profesaba en 1791, ella, que más tarde, tuvo una causa común con los aristócratas, y estuvo entre los enemigos de mi hermano. Aquí está: [Ver piezas y notas justificativas Nº6]

Los lectores deben estar curiosos por saber cómo mi hermano conoció a la familia Duplay.

El día en el que la bandera roja fue desplegada, y la ley marcial proclamada en el Campo de Marte por Lafayette y Bailly; mi hermano, que había asistido a las fusiladas ordenadas por el héroe de los dos mundos, y que regresó con el corazón destrozado por todas esas escenas de horror, caminaba por la rue Saint-Honoré. Una afluencia considerable se amontonó al rededor de él; había sido reconocido, y el pueblo gritaba viva Robespierre! M. Duplay, carpintero, salió de su casa, se acercó a mi hermano y le invitó a entrar a su casa para reposarse. Maximilien aceptó su invitación. Al cabo de una hora o dos, quería regresar a su domicilio, pero lo retuvieron para cenar, e incluso no se quiso dejarlo salir en la noche, durmió en la casa de M. Duplay, y se quedó por varios días.

Madame Duplay y sus hijas le mostraron el más vivo interés, lo rodearon con cientos de cuidados delicados. Era extremadamente sensible a todo ese tipo de cosas. Mis tías y yo lo habíamos mimado con un montón de pequeñas atenciones de las que solo las mujeres son capaces. De repente transportado del seno de su familia, en la que era el objeto de la más dulce solicitud, a su casa en la rue Saintonge, en donde estaba solo, ¡que se juzgue el cambio que tuvo que sufrir! Las deferencias de la familia Duplay a su mirada le recordaron aquellas que nosotras habíamos tenido por él, y le hicieron sentir con más fuerza la vida y la soledad del apartamento que ocupaba al fondo del Marais. M. Duplay le propuso ir a vivir con él, y ya que esa proposición era muy agradable, y porque además, jamás supo negar nada con el temor de disgustar, aceptó y se instaló al seno de la familia Duplay.


Debo decir toda la verdad. Solo puedo exaltar a las señoritas Duplay; pero no puedo decir lo mismo de su madre, ella ha tenido tantos fallos conmigo, buscaba constantemente hacerme quedar mal delante de mi hermano mayor y acapararlo. El carácter de Maximilien se prestaba muy bien a las perspectivas de Madame Duplay; él se dejaba dirigir como ella quería, y si ese hombre tan energético a la cabeza del gobierno, no tenía otra voluntad en su interior que aquellas que le eran sugeridas, por así decir.

Cuando llegué de Arrás, en 1792, fui a vivir con los Duplay, y me di cuenta enseguida de de la ascendencia que ejercían sobre él; ascendencia que no estaba fundada ni en el espíritu, porque Maximilien sin duda tenía más que Madame Duplay, ni sobre grandes servicios rendidos, pues la familia en cuyo seno mi hermano habitaba después de poco tiempo no estaba en posición de rendirlos. Pero, repito, esa ascendencia tenía una fuente, de un lado, de la bonachonería de mi hermano, si puedo expresarme así, y del otro, de las caricias incesantes y con frecuencia inoportunas de madame Duplay.

Resolví arrancar a mi hermano de sus manos, y, para lograrlo, busqué hacerle entender que, en su posición, y ocupando un rango así de elevado en la política, debía tener su propia casa. Maximilien reconoció la justeza de mis razones, pero combatió por mucho tiempo la proposición que le hice de separarse de la familia Duplay, temiendo afligirlos. Al fin, logré, no sin esfuerzo, hacer que tomara un apartamento en la rue Saint-Florentin.

Madame Duplay estaba furiosa conmigo; creo que conservó un rencor hacia mí por toda su vida. Vivíamos pues después de un tiempo solos, mi hermano y yo, hasta que Maximilien cayó enfermo. Su indisposición no tenía nada de peligrosa. Necesitaba cuidados, muchos cuidados, y por supuesto, no dejé que le faltara nada, no me alejaba de él por un instante, lo velaba constantemente. Cuando estuvo mejor, madame Duplay fue a verlo, no había sido informada de su indisposición, e hizo un gran revuelo porque no se le había dicho nada. Ella se puso a decirme cosas bien descorteces; me dijo que mi hermano no tenía todos los cuidados necesarios, que sería mejor cuidado en su familia, que no le faltaría nada; y he aquí cómo presionó a Maximilien para regresar con ella; mi hermano se negó débilmente; ella redobló sus insistencias, o mejor dicho, sus obsesiones. Robespierre, a pesar de mis protestas, se decidió al fin a seguirla. «Ellos me aman tanto, me decía, ellos tienen tanta consideración conmigo, tantas buenas intenciones hacia mí, que sería una ingratitud de mi parte rechazarlos».

El solo hecho da una idea de mi hermano Maximilien. Cedió ante madame Duplay, y resolvió irse de su casa y volvió a pensionarse en una casa extraña, mientras que tenía su casa, su menaje, porque no quería entristecer a una persona por la que sentía simpatía. No quiero recriminarle; estoy lejos de dirigir reproches a su memoria; pero al final, ¿no debió haber considerado que esta preferencia por Madame Duplay me afligió tanto como su rechazo pudo haber afligido a esta mujer? ¿Entre Madame Duplay y yo debió haber vacilado? ¿Debió haberme sacrificado para complacerla a ella?  Luego de las palabras desagradables que ella había dicho, luego de haberme reprochado por descuidad a mi hermano, él que sabía muy bien lo contrario, ¿no debió haber reflexionado que, irse de mi casa para librarse a los cuidados de madame Duplay, era corroborar lo que ella había dicho? Y sin embargo mi hermano me amaba tiernamente; su amistad por mí era mil veces más viva que la que podría sentir por una extraña; como podría explicar esta contradicción? Hela aquí: Maximilien era todo devoción, no pertenecía a sí mismo, su vida era un continuo sacrificio, con gran corazón se lastimaba a sí mismo para complacer a los demás, no vacilaba pues, él, que me veía como una parte de su yo, a sacrificarme, como él se sacrificaba a sí mismo, por no afectar a una familia que, por sus caricias y su bondad sin número, le había arrebatado todos los métodos de resistencia.

He dicho más arriba que yo había tenido mucho que quejarme de madame Duplay, y desde luego si yo escribiera todo lo que ella me ha hecho, llenaría un gran volumen. Cuando mi hermano, temiendo disgustarla, se hizo de nuevo un pensionado en su casa, iba a verlo asiduamente. Uno no puede tener idea de la forma tan fea, podría emplear otro término, con la que ella me recibía. Le habría perdonado su deshonestidad, sus impertinencias, pero lo que no le perdonaré jamás, es una palabra, una palabra grosera que a pronunciado sobre mí. Yo solía enviarle a mi hermano, sea mermeladas, sea dulces de fruta, que él amaba mucho, o cualquier otra clase de dulce; madame Duplay dejaba estallar su mal humor cada vez que veía llegar a mi criada. Un día en el que le encargué llevar a mi algunos potes con dulces, madame Duplay le dijo con cólera: «Llevaos eso, no quiero que ella envenene a Robespierre». Mi criada regresó llorando a contarme sobre la terrible blasfemia de madame Duplay. Me quedé estupefacta y no pude hablar. ¿Debía creerlo? En lugar de ir a pedir una explicación, en lugar de ir a ponerle las quejas a mi hermano de las horribles palabras que dijo, temiendo entristecerle y provocar una escena que solo habría sido muy desagradable para él, me retuve, y devoré en silencio mi dolor y mi indignación.

Madame Duplay tenía tres hijas: una desposó al conventionnel Lebas; otra desposo, creo, a un exconstituyente; la tercera, Éléonore, quien prefería llamarse Cornélie, y que era la mayor, estaba, de acuerdo a lo que las personas se complacen en decir, a punto de casarse con mi hermano Maximilien cuando llegó el 9 de Termidor. Al respecto de Éléonore Duplay, hay dos opiniones: una es que ella era la amante de Robespierre el mayor; la otra es que era su prometida. Creo que esas dos opiniones son igualmente falses; pero lo que si es seguro, es que madame Duplay había deseado vívidamente tener a mi hermano Maximilien de yerno, y no olvidó ni caricias ni seducciones para hacer que desposara a su hija. Éléonore también era muy ambiciosa de llamarse la Ciudadana Robespierre, e implementó todo lo que habría podido enternecer el corazón de Maximilien.

Pero abrumado por el trabajo y los asuntos como él lo estaba, enteramente absorbido por sus funciones de miembro del comité de salud pública, ¿mi hermano mayor podría ocuparse del amor y del matrimonio? ¿Y había lugar en su corazón para tales futilidades, cuando su corazón estaba todo lleno con el amor de la patria, cuando todos sus sentimientos, todos sus pensamientos estaban concentrados en un solo sentimiento, en un solo pensamiento, la felicidad del pueblo; cuando, sin cesar de luchar contra los enemigos de la revolución, sin cesar acosado por sus enemigos personales, su vida era un perpetuo combate? No, mi hermano mayor no ha debido, ni le hubiese agradado hacerse el Celadón con Éléonore Duplay, y, debo agregar, un rol parecido no iba con su carácter.

Además, puedo atestiguarlo, él me lo ha dicho veinte veces, no sentía nada por Éléonore; las obsesiones, las inoportunidades de su familia eran más propias a hacer que le disgustara que a hacer que la amara. Los Duplay pueden decir todo lo que ellos quieran, pero he aquí la verdad exacta. Se puede juzgar si estaba dispuesto a unirse a la hija mayor de madame Duplay, por una palabra que le escuche decir a Augustin: «Deberías casarte con Éléonore — Mi fé, no», respondió mi hermano menor.

Solo puedo honorar a la segunda [la menor] hija de madame Duplay, la que desposó a Lebas; ella no era, como su madre y su hermana mayor, desencadenada contra mí, varias veces ella venía a secarme las lágrimas, cuando las indignidades de madame Duplay me hacían llorar. Su hermana menor [mayor] era buena como ella. Ambas me hicieron olvidar los malos modos de su madre y de Éléonore, si no hay esas cosas que se gravan de una manera indeleble en el corazón y no se borran más.

Después de la clausura de la Asamblea constituyente, y antes de mi partida de Arrás, Maximilien me escribió para anunciarme su próxima llegada a su villa natal. Había fijado el día y me había recomendarlo mantenerlo en secreto. Resolvimos ir a su encuentro mi hermano menor y yo. Una dama de entre mis amigas, madame Buissart, estaba con nosotros. Rentamos un carruaje y partimos. Seguimos el camino de París hasta Bapaume, una pequeña villa que está a cinco lenguas de Arrás. Allá, esperamos todo el día, pero mi hermano no llegó. Regresamos sobre nuestros pasos en la tarde, prometiéndonos regresar a la mañana siguiente. Estábamos atónitos cuando vimos una multitud inmensa a las puertas de Arrás; el rumor de la llegada de Robespierre ya se había propagado, sea porque una indiscreción de madame Buissart, sea porque nuestra criada haya penetrado los motivos de nuestro viaje a Bapaume y lo haya divulgado. Apenas el pueblo vio el vehículo en el que estábamos, creyó que allí estaba Maximilien, y comenzaron a lanzar vivas aclamaciones. Querían incluso desuncir los caballos y empujar el vehículo.

A la día siguiente, partimos bien temprano en la mañana para que no nos vieran; descendimos en Bapaume en un hostal delante del que pasaban todos los vehículos que venían de París, y nos pusimos en guardia para descubrir cuál portaba el objeto de nuestros deseos. Finalmente, lo estrechamos con nuestros brazos y degustamos el inefable placer de volverlo a ver después de una ausencia de dos años.

Pensamos que nuestra presencia a Bapaume no había sido notada, y estábamos muy sorprendidos cuando vimos a todos los patriotas de esa ciudad viniendo a congratular a nuestro hermano Maximilien por las batallas que había soportado en la Asamblea Constituyente contra los enemigos del pueblo, por sus principios democráticos, y sobre el coraje que había empleado para propagarlos. Le ofrecieron a Robespierre un banquete después del cual nos montamos en el carruaje, y retomamos la ruta de Arrás. Una afluencia mucho más grande que la anterior nos esperaba. Maximilien descendió del vehículo para no tener la pena de ver al pueblo arrastrándolo; pues él nos dijo en particular, que era indigno de un pueblo libre engancharse a un vehículo como brutos para arrastrar a un hombre. Un acto parecido demostraba que el pueblo no había progresado mucho, y que todavía estaban en las mantillas de la ignorancia y los prejuicios.

 Los patriotas de Bapaume había acompañado a Robespierre hasta Arrás. Se mezclaron con la multitud y le hicieron cortejo hasta su habitación. Mil bravos, mil aplausos llegaban a sus oídos; por todas partas era saludado con gritos de ¡Viva Robespierre! ¡viva el defensor del pueblo! Las calles que debía atravesar habían sido espontáneamente iluminadas. Esas demostraciones tan halagüeñas, que tantos otros hubieran buscado ávidamente, y hubieran hecho nacer la necesidad, mi hermano hubiese querido sustraerse de ellas; era esa la intención por la que me había rogado, cuando me anunció su regreso, no decirle nada a nadie. Sus enemigos siempre le imputaron esa recepción como un crimen; le reprochaban por haberse dejado festejar: ¿podía hacer algo al respecto? Y se ve penetrar en sus reproches el odio ciego y la envidia que los devoraba.

Maximilien se quedó muy poco tiempo en Arrás. Fue a degustar la dulzura del reposo en el campo de alrededor, si es que se le puede llamar reposo el estado de trabajo intelectual en el que se encontraba continuamente mi hermano. Tranquilo en apariencia, su espíritu meditaba sin cesar; reflejaba probablemente al fondo de su retiro a la tarea que apenas había esbozado, y que debía más tarde conducir hasta su término. El sacó inspiraciones nuevas de la pureza de su consciencia y de su corazón.

Al regresar del campo, fue a visitar a siete lenguas de Arrás a un viejo amigo al que tenía mucho afecto, y al que había dado con el tiempo servicios importantes. Creía que seguía igual en su opinión hacia él, y no podía suponer que ese hombre ingrato había cambiado completamente. Mi hermano menor y yo, habíamos adivinado la falsedad de ese supuesto amigo; pero nunca quisimos hablarle a Maximilien sobre eso para no hacerlo sufrir. Cuando vio la bienvenida helada que le hizo ese hombre, no pudo regresar, lo dejó con el alma afligida.

Robespierre regresó a París, en donde su presencia era más necesaria que nunca. Los aristócratas redoblaron sus esfuerzos por hacer abortar la revolución, y volver a sumergir a Francia en el antiguo régimen. Era necesario que los patriotas decuplicaran sus fuerzas para hacer impotentes los criminales dirigidos por la aristocracia.

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Mis dos hermanos fueron elegidos miembros de la Convención nacional por el pueblo de París. Antes de eso, Maximilien había sido elegido por su sección miembro de la comuna insurreccional, que remplazó el 10 de agosto la antigua comuna. Jamás precedió esa comuna insurreccional, Madame de Genlis está pues singularmente equivocada cuando atribuyó a mi hermano una proposición atroz que envió a una dama del Château, al interrogarla, como presidente de la comuna.

o recuerdo cuál era la proposición; pero recuerdo mu bien haber leído la acusación de madame de Genlis contra mi hermano en una nota puesta al final de una de sus novelas. Si esa dama escritora no hubiese sido cegada por su odio contra Robespierre (y el odio hace a uno injusto), no se habría apresurado en atribuirle la proposición en cuestión; habría tomado formas más amplias de información sobre aquel que la había proferido, pues si realmente hubiera existido, y hubiese sabido que fue dirigida por Billaud-Varennes; era él el que precedía la comuna insurreccional.

¡Qué! ¿Mi hermano habría insultado cruelmente a los vencidos del 10 de agosto, les habría dirigido palabras atroces, él que había renunciado a sus funciones de acusador público porque ellas repugnaban a su corazón, porque en lugar de declarar en contra del acusado, se esforzaba siempre en defenderlo?

O madame de Genlis sin saberlo prestó a mi hermano las palabras de Billaud-Varennes, o bien ella lo hizo consciente del caso: en esta última hipótesis su proceder es indigno; basta para arruinar su reputación: en el primero es menos culpable; pero muestra al menos con cuánta precaución mi infortunado hermano Maximilien es juzgado. Uno aprende que una palabra horrible es pronunciada, y sin informarse de qué boca salió, se le atribuye a mi hermano. ¡Oh! que Napoleón tenía razón al decir que Robespierre había sido el chivo expiatorio de la revolución, y que solo a él le echan encima todas las iniquidades de los otros. ¿No es esta una prueba entre mil? Y si se quiere examinar atentamente la vida política de mi hermano, tal y como lo que han escrito sus enemigos, ¿no se verá, como en esa circunstancia, que se le ha hecho asumir la responsabilidad de un montón de hechos odiosos a los que es completamente extranjero?

Venir a hablar a continuación de la justicia y la equidad de los hombres, mientras que veo a una generación entera agregando fe voluntariamente a todas las calumnias que los enemigos de mi hermano se han complacido en soltar contra él. ¡Oh, posteridad! Mi único recurso eres tú, tus absolverás a mi hermano, tú le asignarán su verdadero lugar en la historia; pues solo tú, tu juzgas sin pasión.
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(1) Esa carta inédita de madame Roland me ha sido entregada con los papeles de Charlotte Robespierre. L.
(2) Aquí ha una laguna en las notas que me dejó Charlotte Robespierre. L.