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12 de junio de 1783

Señor,

No hay placeres agradables si no se comparten con los amigos. Voy a haceros una pintura de los que he degustado después de algunos días.

No esperéis un relato de mi viaje; se ha multiplicado prodigiosamente este tipo de obras después de tantos años que el público podría estar harto. Conozco a un autor que hizo un viaje de cinco lenguas y que lo celebró en verso y prosa. ¿Qué es entonces esa empresa comparada a la que yo ejecuté? No hice solamente cinco lenguas, he recorrido seis, y seis bien largas, al punto que, según los habitantes de esa región, valen siete lenguas ordinarias. Sin embargo, no voy a deciros ni una palabra de mi viaje. Estoy enojado con vosotros, vosotros se lo pierden, os ofrecería aventuras infinitamente interesantes: las de Ulises y Telémaco no son nada comparadas.

Puerta de Méaulens
Eran las cinco de la mañana cuando partimos; el carruaje que nos llevaba salió de las puertas de la villa precisamente en el mismo insistente en el que el sol se alzaba del seno del océano; estaba adornado con una sábana de una blancura brillante de la que una parte flotaba abandonada al soplo de los céfiros; así fue como pasamos triunfantes ante el puesto de los guardianes. Juzgad bien que no me hacía falta tornar mi mirada a ese lado, quería ver si los vigilantes de las murallas no desmentirían su antigua reputación de honestidad, yo mismo animado por una noble emulación, osé pretender a la gloria de vencerlos en cortesía, si era posible. Me incliné sobre el borde del vehículo y, lanzando un sombrero nuevo que cubría mi cabeza, los saludé con una sonrisa graciosa, contaba con una justa respuesta. ¿Podéis creerlo? Los guardianes, inmóviles como estatuas en la entrada de su cabaña, me miraron con ojos fijos sin devolverme mi saludo. Siempre he tenido un infinito amor propio; esa marca de desprecio me hirió hasta los nervios y me dejó por el resto del día con un humor insoportable.

Mientras tantos, nuestros corceles nos llevaron con una rapidez que la imginación no sabría concebir. Parecían querer disputarle la ligereza de los caballos del Sol que volaban sobre nuestras cabezas; como yo mismo había tratado de rivalizar en cortesía con los guardias de la puerta de Méaulens, de un salto atravezaron el suburbio de Saint-Catherine, se tomaron un segundo, y ya estábamos en la plaza de Lens (1), paramos un momento en esa villa.

Batalla de Lens (1648) la batalla de la que
Maximilien habla. Esa es la llanura en la que estaba.
Aproveché la ocasión para considerar las bellezas que ofrece a la curiosidad de los viajeros. Mientras que el resto de la compañía desayunaba, me escapé y subí a una colina en la que está situado el calvario; desde ahí, paseé mi mirada con una mezcla de ternura y admiración sobre esa vasta llanura en donde Condé, cuando tenía veinte años, consiguió esa célebre victoria contra los españoles que salvó la Patria.

Mas un objeto mucho más interesante captó mi atención: era el Hôtel de Ville. No es remarcable por su grandeza ni su magnificencia, pero no tenía menos derecho de inspirarme un vivo interés; ese edificio tan modesto, decía yo al contemplarlo, es el santuario en el que el alcalde T...., en peluca redonda (2) y la balanza de Temis en la mano, pesó hace mucho tiempo con imparcialidad, los derechos de sus conciudadanos. Ministro de Justicia y favorito de Esculapio, después de haber pronunciado una sentencia fue a dictar una receta medicinal. El criminal y el enfermo estaban igual de aterrados ante su presencia, y el gran hombre disfrutaba, en virtud de un doble título, del poder más extenso que un hombre haya jamás ejercido sobre sus compatriotas.

En mi entusiasmo, no pude descansar hasta haber penetrado en los muros de este Hôtel de Ville. Quería ver la sala de audiencia, quería ver el tribunal en el que se sentaban los regidores. Registré toda la villa para encontrar al portero, vino, abrió, y me precipité a la sala de audiencia. Tomado por un respeto religioso, caí de rodillas en ese templo augusto y besé con arrebato el asiento que fue antiguamente presionado por el trasero del gran T...

Fue así como Alejandro se postró a los pies de la tumba de Aquiles y que Cesar fue a rendir homenaje al monumento que encerraba las cenizas del conquistador de Asia.

Regresamos a nuestro vehículo; apenas acababa de acomodarme en un fardo de paja cuando Carvin se ofreció a mis ojos; a la vista de esta feliz capa de tierra, dimos un suspiro de gozo similar al que lanzaron los troyanos escapados del desastre de Ilion cuando vislumbraron las riveras de Italia.

Los habitantes de esa villa nos hicieron una amplia acogida que nos recompensó por la indiferencia de los guardias de la puerta de Méaulens. Los ciudadanos de todas las clases mostraron su entusiasmo por nosotros. El zapatero dejó sus herramientas dispuestas para agujerear una suela para contemplarnos en su ocio; el peluquero abandonó una barba medio afeitada, acudió frente a nosotros con la cuchilla en la mano; la ama de casa, por satisfacer su curiosidad, se expuso al peligro de que sus tartas de quemaran. Vi a tres comadres interrumpir una conversación animada para volar a sus ventanas; en fin disfrutamos durante el trayecto que fue ¡ah! muy corto, la satisfacción halagüeña para nuestro amor propio de ver un pueblo muy numeroso ocuparse de nosotros. ¡Qué dulce es viajar, me decía a mí mismo! Se tiene razón al decir que uno no es profeta en su propia tierra; a las puertas de vuestra villa os desprecian; seis lenguas más lejos, os convertís en un personaje digno de la curiosidad pública.

(Continuará)
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(1) Lens es una ciudad y comuna francesa situada en el departamento de Pas-de-Calais, en la región de Nord-Pas-de-Calais.
(2) Es un tipo de peluca utilizada por los médicos y cirujanos. Ver.